El cuerpo me enseñó a escuchar.

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Hace unos años me alimentaba de la ansiedad. Una ansiedad por la que pasan muchos estudiantes, creo. Los exámenes, las pruebas, los trabajos, las exigencias… Con la particularidad de que, además del colegio, tenía otras actividades extra – artísticas y deportivas. Sentí que tenía el “tiempo contado” para una agenda muy ocupada a una edad muy temprana. Esta rutina me aportó cosas buenas como la disciplina, los métodos de trabajo, la organización, etc. Pero como con (casi) todo en la vida, me mostró la otra cara de la moneda: la ansiedad. Rara vez estaba en el momento presente (¡por no decir nunca!). Vivía continuamente pensando en el futuro: las tareas, las fechas de entrega, los conciertos que daba, los espectáculos, los exámenes… Hasta el día en que empecé a sufrir problemas digestivos. Tuve mi primera colonoscopia cuando tenía 17 años y desde entonces supe que mi dieta nunca volvería a ser la misma. Y que, por supuesto, había que tratar mi ansiedad. Resulta que… la vida pasa. Cuidé mi alimentación durante un tiempo y – como probablemente te haya pasado a ti también – cuando me sentí mejor dejé de cuidarme con tanto detalle, sobre todo en cuanto a la ansiedad.

Durante la carrera me hice vegetariana y aprendí a adaptar mi dieta a mi patología digestiva (que es como decir enfermedad). Mirando ahora hacia atrás, me doy cuenta de que hice algo muy malo cuando empecé a trabajar. Sustituí la ansiedad del futuro por el estrés diario del trabajo y la familia. Trabajé hasta más de 70 horas a la semana, una y otra vez. Yo era el tipo de profesional que no necesitaba coger dos semanas de vacaciones seguidas, o que sólo faltaba al trabajo cuando tenía que ir a urgencias del hospital, o que incluso con un problema de salud grave se negaba a coger la baja por enfermedad. Todo esto sucedió porque ignoré las señales de mi cuerpo (que ya eran viejas y médicamente probadas). Como nos decían nuestros antepasados “ni tanto al mar, ni tanto a la tierra”. Ya es suficiente.

Sin pensarlo mucho, ¿cómo crees que podría terminar esta historia?

A principios de 2019 empecé a tener síntomas en el tracto gastrointestinal de nuevo y esta vez me hicieron una endoscopia en la que ya se han requerido biopsias. Sin embargo, al tener más cuidado con el estrés, las cosas se estabilizaron allí, pensé. En septiembre de ese mismo año tuve un accidente de coche e inmediatamente sentí un fuerte dolor en el cuello. Pensé que sólo necesitaba descansar y que estaría bien. Volví al trabajo como si nada, y unos días después, durante mis consultas de nutrición, empecé a sentir dolores de cabeza tan fuertes que tuve que ir a urgencias del hospital. Resultó que el accidente de coche -que yo creía que no era grave- me había provocado una neuralgia occipital (causada por la contracción muscular debida al impacto). Acepté una baja médica de tres días (¡qué remedio!), en compañía de reposo absoluto y algunos relajantes musculares, analgésicos y antiinflamatorios. Al final de esos días volví a trabajar… ¡pero sólo durante una semana! El dolor no desaparecía, ni siquiera con una fuerte medicación. Y ahí recibí un ultimátum de mi médico que me obligó a coger la baja por enfermedad el tiempo necesario (y lo hizo muy bien, por cierto). El dolor era tan intenso que no podía ni siquiera realizar movimientos sencillos con los brazos (como cocinar o fregar) durante mucho tiempo. La Ley de Murphy nos dice: si algo puede salir mal, saldrá mal. Cuando empecé a mejorar de mi neuralgia, mi sistema digestivo implosionó. Empecé a sufrir a diario intensas náuseas, espasmos intestinales, hinchazón en el bajo vientre, calambres y dolores abdominales que no me dejaban dormir. A partir de ahí, volví al servicio de gastroenterología y ¿cuál fue el resultado? El diagnóstico de la enfermedad inflamatoria intestinal y del síndrome del intestino irritable. Pero esta historia la contaré más adelante en mi blog con más detalle.

Hoy en día, sólo queda esta pregunta, que tuve que responder yo mismo: ¿hasta cuándo vas a ignorar las señales que te da tu cuerpo?

Sara

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